lunes, 16 de junio de 2008

CONVIVIENDO CON EL SIDA


Minutos antes de llegar al lugar me invadió el nerviosismo. Eran las 11:19 y empecé a sudar frío, sentí que me estaba acobardando. Me acerqué apresuradamente para tocar el timbre que se encuentra al extremo de la rústica puerta de madera con bordes de metal oxidado. Un tipo alto, de tez morena, acudió para atender al llamado. “Buen día, ¿puedo ayudarle? Preguntó en tono cordial y atento. “Mario a sus órdenes” dijo aquel hombre de mirada fría y voz ronca. Me invitó a pasar.

En la entrada existe una rampa para que puedan salir e ingresar las personas en silla de ruedas. El jardín es triste, sólo hay unas cuantas flores amarillas y unos pequeños maseteros –la mayoría rotos- que cuelgan de la enorme ventana que permite ver parte de la casa. En un pequeño cuarto, junto a la puerta que da paso a la sala, se encontraba un hombre leyendo el periódico. “Buenos días, mucho gusto. Que alegría que nos visiten” fueron las palabras que pronunció Luis, de 60 años, canoso, envejecido y postrado en una cama. Al principio, opté por observar detenidamente las cosas del lugar –me sentía totalmente extraña- , pero Luis preguntó mi nombre y mi edad. Entonces dejé de lado toda preocupación y prejuicio para cumplir con mi objetivo: saber cómo transcurre la vida de una persona infectada con el virus del VIH.

Lo primero que hice fue responder a su pregunta, tratando de no hacer notoria mi expectativa y aquel temor que sentí. “¿Cómo ha pasado Luis?” pregunté sin vacilar. “Pues como me ve niña: mal, solo, viejo y muriendo de a poco” respondió, mientras me quedaba fría ante tal explicación. Nuevamente no supe qué decir, pero preferí preguntar a qué actividades se dedica desde que vive en la Fundación Eudes –así llamada la casa en donde viven 9 personas que están en la misma situación-. “Por las mañanas rezo y leo la Biblia, me encanta el Apocalipsis” afirma el veterano. “¿Es usted Católico? Pregunté. “Desde hace dos años sí. Antes era evangélico, por mi mamá” responde e inmediatamente sus ojos se llenan de lágrimas. “No la veo desde que me enteré que traía en las venas este virus del infierno. Cómo iba a ser capaz de quedarme junto a ella y seguir como si nada estuviera pasando?”

Luis es un guayaquileño soltero, trabajaba para mantener a su madre y a sí mismo. “A veces por evitar ciertos conflictos caemos en otros aún más graves y Todo por la ignorancia” comenta mientras su semblante va cambiando. Por un momento creí que me sería difícil continuar hablando con él. Repentinamente, entró al cuarto una joven con un niño en brazos. Tenía 4 años y sus ojos también estaban mojados y tristes, al igual que los de Luis. Me dirigí al jardín y empecé a jugar con el pequeño Carlitos. Él estaba inquieto y bastante enfermo. Su gripe se había complicado por la disminución de defensas: obra del virus que, sin desearlo, porta en su sangre. Su cabello es rizado, propio de su raza: negra. Su piel chocolateada se veía invadida por erupciones que le producían escozor.

La Fundación San Juan Eudes, dirigida por el padre Galo Roballino (Eudista) funciona en las calles Santa Marta y San Carlos, en Cotocollao (Norte de Quito). Desde hace 10 años loas padres y miembros voluntarios se encargan de brindar un techo, comida y medicinas –en la medida de lo posible- a aquellas personas infectadas con el virus del SIDA.

Luego de casi 20 minutos volví con Luis. Me impresionó verlo sereno e irónicamente contento. “Niña, disculpe por el llanto de hace un momento. Es muy duro vivir entre cuatro paredes, sin salir ni ver a los seres queridos. Extrañarlos y no tenerlos es algo que se incluye en el precio de esta condena” señaló con una fingida resignación. Me contó que “gracias” al virus las enfermedades comunes se tornan complicadas e incluso mortales para los contagiados. “Cada día es una lucha por evitar resfríos, y a la vez un miedo constante. Uno no sabe qué día va a quedar postrado y agonizante en una cama”.

Me despedí de Luis y de inmediato me encontré con un nuevo personaje. No sabía si era hombre o mujer. Saludé con ella –porque su apariencia es femenina-, pero su voz me libró de dudas: era travesti. “Giuliana, para servirte” dijo en un tono amable. Tiene 24 años, también es de Guayaquil. La piel pálida y morena de su rostro mostraba huellas de afeitadora. Sus cejas exageradamente delineadas contrastaban con sus pequeños y tatuados labios. Las caderas, anchas y voluptuosas, cumplían perfectamente la función de disfrazar su sexo. Reside en el lugar hace 6 meses. Se infectó con el virus debido a su trabajo en las calles. “Era una chica de la Vida” comentó con una actitud de rabia y dolor.

“Desde que vivo aquí he sentido lo que es el infierno. Estoy sola, mi familia me rechazó totalmente. No tengo dinero ni a dónde ir. Pero tampoco quiero regresar a ese mundo” dijo mientras yo escuchaba, detenidamente, cada palabra y gesto de su rostro marcado por una cicatriz. “Acá, los curas nos brindan techo y comida, y les agradezco; pero ya no aguanto el encierro y la soledad. Además de los dolores que siento cuando sufro recaídas”. Todos los días se turnan para barrer, limpiar el jardín, lavar ropa, platos y cocinar. Pero el ambiente no es de un hogar. Son extraños atados por un virus letal, que no distingue edad ni sexo, simplemente es la causa de su tristeza. De su muerte.

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